domingo, 26 de julio de 2009

-COSTOS Y CASTAS: “Chile, el paraíso más enfermo del consumo”.

Por Diamela Eltit
El sociólogo francés Pierre Bourdieu puso en entredicho la legitimidad del sistema
democrático cuando demostró cómo y en cuánto los capitales simbólicos pesaban a la
hora de ejercer y repartir los poderes. Precisamente este sociólogo remarcó la
importancia de lo que denominó como “currículum silencioso” mediante el cual se
cursan las influencias de clase, familia y/o dinero que permiten el control constante de
las hegemonías.
Esta escritura con letra invisible es la que aniquila toda posibilidad de una fluida y trasparente movilidad social fundada en la “meritocracia”. Porque el “currículum
silencioso” apunta a espacios pactados de antemano y posibilita una genética social que forma castas de poder.
Las actuales castas chilenas se atrincheran en barrios (preferencialmente Vitacura y La Dehesa) y comparten su adicción por las (mismas) modas, restaurantes, marcas, tiendas, usos verbales, balnearios. Lo hacen buscando una exclusividad de alto precio que los distinga de la contraparte que más temen: lo que ellos llaman “el roterío”.
Pero nuestras castas son bastante siúticas. Ya en la novela “Martín Rivas” publicada en el siglo XIX es posible detectar sus rasgos. La clase alta no es más que un conjunto de tics sociales rígidos y bastante dudosos: miméticos hacia realidades internacionales pero aferradas a un provincianismo estrecho, traspasado de ecos agrícolas. No obstante sostienen sus hábitos por el poder que otorga el flujo cómodo del dinero.
En general, la influyente derecha chilena aliada a una parte de la iglesia católica se estructura en estos tics y cuenta con el apoyo del mundo militar por su vocación a un orden maníaco (cercano a la mística religiosa) y por supuesto todo el remanente
arribista de una ciudadanía aspiracional, proveniente de las capas medias que quieren
pertenecer a un mundo en el que son percibidos como meros subordinados.
Pero hoy tenemos que considerar la casta concertacionista. La Concertación a veinte
años de control del poder estatal no ha conseguido producir una cultura propia y se ha plegado al imaginario sociocultural de la derecha.
Muchos de sus dirigentes (no todos), pertenecientes a clases medias profesionales,
habitan los mismos barrios que la derecha, veranean en parecidos o idénticos balnearios, cultivan la devoción por colegios particulares similares, entre otras características.
Aunque la Concertación mantiene un discurso aparentemente diverso a la derecha, parte
de su dirigencia (no toda), transita los espacios derechistas, celebra las marcas
derechistas y maneja sus influencias y familias de modo derechista.
De esa manera, aunque vivimos un régimen político binominal, heredado de la
dictadura, existe entre la Concertación y la Alianza una serie de acuerdos tácitos que estrechan aún más el horizonte binominal. Y hay que pensar que la llegada al Congreso
se desea como una condición vitalicia, un espacio de garantías económicas y dominaciones sociales semejante al antiguo modelo de la Hacienda.
Y, como si fuera poco, los legisladores, aunque voten diferenciadamente, se unen para
sostener sus privilegios económicos y, más aún, se presagia parte de un Congreso de
tipo monárquico donde los hijos perpetúen la influencia de sus padres.
La derecha representante del capital, cuida los intereses empresariales e inversionistas y los multiplica desde el Congreso, impidiendo leyes que lesionen las inauditas ganancias.
El único proyecto político que tiene la Concertación, por su parte, radica en mantener a raya la línea de la pobreza y controlar la cesantía y para conseguirlo cuenta con la ayuda de los miles de presos a lo largo del país que bajan los índices de desocupación.

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