miércoles, 13 de agosto de 2008

"Del amor a la necesidad"

Elaborado durante el IV Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe en México

"...Comparando nuestras experiencias en los distintos países han aparecido con una constancia significativa ciertos mitos. Sin pretender que sean los únicos, podríamos resumirlos en:

1. A las feministas no nos interesa el poder.
2. Las feministas hacemos política de otra manera.
3. Todas las mujeres somos iguales.
4. Existe una unidad natural por el solo hecho de ser mujeres.
5. El feminismo sólo existe como una política de mujeres hacia las mujeres.
6. El pequeño grupo es el movimiento.
7. Los espacios de mujeres garantizan por sí solos un proceso positivo.
8. Porque yo mujer lo siento, vale ...
9. Lo personal es automáticamente político.
10. El concenso es democracia.
La fuerza de la creencia en estos mitos ha generado una práctica política feminista que impide valorar positivamente las diferencias y que dificulta la construcción de un proyecto político feminista.

Estos diez mitos configuran un sistema de pensamiento, encadenándose uno con otro y retroalimentándose. Nos interesa mostrar justamente la manera en que se van entrelazando. Veámoslo someramente, aunque cada uno de ellos merece una reflexión más profunda.
Primer mito: "A las feministas no nos interesa el poder". Si partimos de reconocer que el poder es fundamental para transformar la realidad, no es posible que no nos interese. Nosotras hemos visto a lo largo de nuestra militancia que a las feministas sí nos interesa el poder, pero que, por no admitirlo abiertamente, no avanzamos en la construcción de un poder democrático y, de hecho, lo ejercemos de una manera arbitraria, reproduciendo, además, el manejo del poder que hacemos en el ámbito doméstico: victimización y manipulación.

Sí, queremos poder. Poder para transformarlas relaciones sociales, para crear una sociedad democrática en la cual las demandas de cada uno de los sectores encuentren un espacio de resolución. Esto requiere reglas de juego que garanticen la presencia de una pluralidad de actores sociales; en síntesis, queremos poder para construir una sociedad democrática y participativa.

Aquí nos enlazamos con el segundo mito: “Las feministas hacemos política de otra manera”. Sí, hacemos política de una manera atrasada, arbitraria, victimizada, manipuladora. Teóricamente intentamos hacerlo de otra manera, pero si somos honestas, nuestra práctica deja mucho que desear y esto tiene que ver con la dificultad de aceptar la unidad en la diversidad y la democracia, no sólo como necesidad sino como condición de nuestra acción. De ahí la imposibilidad de establecer reglas de juego claras.

Esta no aceptación de la diversidad se enlaza con el otro mito: "Las mujeres somos todas iguales" Negar la disparidad entre mujeres, de diferencias intelectuales, habilidades, sensibilidades, etc., nos ha llevado a una práctica paralizante, que ha restado efectividad y presencia política al movimiento. Este mito de la igualdad se engancha con otra creencia que dominó nuestra práctica, la idea de un “ser mujer” más allá de clase, raza, edad o nacionalidad y, por ende, de la unidad natural desde la esencia del ser mujer.

Todas sabemos que no existen sujetos a priori, sino que son construcciones sociales. El sujeto político mujer también es construido social y políticamente. Esta idea de la unidad natural de las mujeres -el mujerismo- ha sido el fantasma que recorre el feminismo y que se traduce en el quinto mito: “El feminismo sólo existe como una política de mujeres hacia mujeres". Esto es contradictorio con la idea del feminismo como fuerza transformadora.

La creencia de un "ser mujer". de la unidad natural de las mujeres, de una política de y para mujeres tiene su expresión más cabal en la confusión entre grupo feminista y movimiento. Esto lleva a pensar que los espacios de mujeres en sí mismos garantizan y producen efectos transformadores. Se ha llegado a idealizar este "mujerismo", olvidando que en infinidad de ocasiones los espacios de mujeres se vuelven ghettos asfixiantes donde la autocomplacencia, frena la crítica y el desarrollo, o negando la frecuencia con que las feministas tomamos lo que ocurre en nuestro grupo como si eso fuera el movimiento. La permanencia en un mismo grupo cerrado impide la confrontación con otras mujeres, con otras ideas, con otros feminismos.

Este "mujerismo" se acentúa en el siguiente mito: "Porque yo mujer lo siento, vale", que significa no reconocer que los sentimientos están teñidos ideológicamente. Pensar que por tener un cuerpo de mujer, lo que se piensa o siente es válido o feminista, es el nivel más arbitrario del feminismo.

El noveno mito: "Lo personal es automáticamente político” lleva hasta el absurdo el lema distintivo del feminismo, lo personal es político. Si bien este lema concreta toda una crítica legítima a la división artificial entre lo doméstico y lo público, plantear que todo lo personal es automáticamente político vuelve lo político automáticamente arbitrario. Hay cuestiones personales que no son políticas, y hay cuestiones personales que son patológicas.

Un ejemplo concreto de esta política arbitraria es la idea de que “él consenso es expresión de democracia” . Esto es confundir el consenso con unanimidad, y no analizar que el consenso es otorgar implícitamente el derecho de veto a una persona. Este mecanismo se convierte así en la base del autoritarismo.

Estos diez mitos han ido generando una situación de frustración, autocomplacencia, desgaste, ineficiencia y confusión que muchas feministas detectamos y reconocemos que existe, y que está presente en la inmensa mayoría de los grupos que hoy hacen política feminista en América Latina. ¿Qué pasa con nosotras, por qué tenemos esta manera perversa de manejo político, cómo nos salimos de este sistema que nos tiene entrampadas?

Feministas de todos los países estamos en una revisión y profundización teóricas que colocan en el centro del debate las consecuencias políticas y simbólicas de la diferenciación sexual entre hombres y mujeres. No se trata ya, como proponíamos hace años, de una desestructuración de la cultura masculina, ni tampoco de adosar a ésta una cultura femenina, sino de repensar la experiencia humana como una experiencia marcada por la diferencia sexual.

Sabemos que la diferenciación sexual no trae como consecuencia que las mujeres seamos mejores o peores que los hombres. No podemos partir de una creencia en la esencia de "ser mujer" Tenemos que reconocer que nuestra desigualdad se ha producido porque hemos vivido inmersas en una miseria simbólica y material y nuestro sexo no ha tenido sentido más allá de la maternidad, es decir, no ha significado ni social ni culturalmente. Nuestra mediación con el mundo ha sido el ser para los otros: el amor como vía de significación. Las feministas hemos trasladado la manera tradicional en que las mujeres se vinculan con el mundo al quehacer de la vida política y social, al movimiento, a los grupos de mujeres. Hemos desarrollado una lógica amorosa -todas nos queremos, todas somos iguales- que no nos permite aceptar el conflicto, las diferencias entre nosotras, la disparidad entre las mujeres.

Para desmontar este entretejido es necesario acabar con esta lógica amorosa y pasar a una relación de necesidad. Las mujeres nos necesitamos para afirmar nuestro sexo, para tener fuerza. Asumiendo la lógica de la necesidad reconocemos nuestras diferencias y nos damos apoyo, fuerza y autoridad. En otras palabras, si reconocemos que otra mujer tiene algo que nosotras no tenemos -mayor capacidad organizativa, mayor desarrollo intelectual, mayor habilidad para ciertos trabajos -entonces le damos nuestra confianza, la valorizamos y la investimos de cierta autoridad. Porque en su fuerza encontramos nuestra fuerza y nos valorizamos como mujeres. LA FUERZA DE UNA MUJER ES LA FUERZA DE LAS MUJERES. Así, rechazamos la seguridad aparente que da sentirnos todas iguales. No se trata de buscar el reflejo de igual a igual para confirmarnos en algo que de hecho no es valorado. Se trata de acabar con la autocomplacencia, de romper con el discurso de las víctimas.

Queremos que el deseo de hacer cosas -el deseo de crear- de una mujer, encuentre su fuerza en la relación con el deseo, con el querer de las otras.

No neguemos los conflictos, las contradicciones y las diferencias. Seamos capaces de establecer una ética de las reglas de juego del feminismo, logrando un pacto entre nosotras, que nos permita avanzar en nuestra utopías de desarrollar en profundidad y extensión el feminismo en América Latina.

Virginia Vargas
Lima, 1988.

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